Esta mañana, tomaba un poleo en la barra de la cafetería que a veces uso de despacho. Leía la prensa del día cuando me he quedado helado con una noticia insertada con dificultad en una columna a la izquierda de la página. Carlos Edmundo de Ory, el poeta maldito, ha muerto. Es difícil que la muerte de alguien a quien no conoces más que a través de su obra te afecte demasiado. Al fin y al cabo nos quedan sus poemas, te dices en esa frase hecha para este tipo de ocasiones.
Sin embargo mis emociones eran más parecidas a las que produce la muerte de un amigo que tuviste alguna vez y al que hace años perdiste la pista, o la de un familiar que solo llegaste a conocer por las crónicas de tus padres pero con el que te sentías unido por ese hecho biológico al que llamamos lazos de sangre.
Mis labios se han quedado secos y contraídos, un estremecimiento me ha recorrido a velocidad eléctrica, y una montaña de evocaciones y recuerdos se ha precipitado sobre mi memoria.
Conocí la poesía de Ory en primero de carrera. Había ido a vivir con mis independizados hermanos a principio de curso, y por entonces llevaba ya unos cuantos años escribiendo poesía, aunque mis lecturas eran muy limitadas. Conocía a Lorca con cierta profundidad, y había picoteado todo aquello con lo que me había tropezado en el bachillerato, llegando a devorar a Catulo, que se convirtió para siempre en objeto de una de mis agitadas devociones literarias, pero lo cierto es que escribía mucho más de lo que leía.
Durante una tertulia nocturna con mi hermano mayor, le confié ese gran secreto, y como toda persona que escribe poesía, poco tuvo que animarme para que le enseñara alguna de las cosas que había escrito. Fue bastante crítico, eso lo recuerdo, pero sobre todo recuerdo que me prestó dos libros: Metanoia de Carlos Edmundo de Ory, y las Rubaiyatas de Horacio Martín de Felix Grande.
En ambos libros encontré esa poesía intimista que yo mismo buscaba, esa poesía que puede ser tan existencial como epicúrea, tan estoica como frívola. Con el tiempo Felix Grande quedó más apartado, aunque ese libro me sigue pareciendo genial, pero Ory continuó conmigo. Leí sus diarios, su prosa, sus extravagancias, sus sonetos. Desde entonces hasta ahora he tenido dos ejemplares de Metanoia, y tan desgastado está el segundo que deberé comprar pronto el tercero.
No soy crítico literario, ni siquiera soy buen lector de poesía, me dejo arrastrar por la música, por las sensaciones que el lenguaje y el ritmo me transmiten, y dejo en segundo plano el significado de los poemas, en el fondo es lo que menos me importa de ellos, los leo igual que escucho música, en un plano sensorial antes que intelectual.
Nunca he dejado de releer a Ory. Será un poeta maldito, o lo que quieran llamarle los que reparten los laureles según no sé bien qué criterios, será cierto que no le han otorgado el suficiente reconocmiento, y es probablemente verdad que ha estado al margen de todas las escuelas de las que ha sido contemporáneo, pero sigo envidiando su atrevimiento, su profundidad, su humor, su erotismo y su extraordinaria musicalidad. Tiene una obra demasiado abundante, escribía todo lo que se le ocurría y lo publicaba todo, de modo que hay muchos poemas mediocres en su extensa obra, pero cuando alcanzaba el cielo, Dios abdicaba en él.
Nos queda su poesía, o a lo mejor ni eso.