Qué extraña distracción tomar asiento
detrás de las pirámides altivas,
sentir cómo comienza a removerse
la arena que sustenta su grandeza.
Qué síntoma, qué adiós, qué vaticinio
previene al solitario observador,
hundido en una silla sin respaldo,
de la mortalidad de lo inmortal.
No escucha más que vientos declinantes
peinándoles la piedra milenaria.
Qué raro sentimiento compasivo
convierte el estupor en carcajadas.
Podría levantarse, golpear
chillar como gaviotas satisfechas,
o traspasar la tierra movediza
y ser como el ajuar que los cadáveres
se llevan del lugar en que murieron.
© Ramón Ataz
qué bello poema y qué fino concepto. Ya no encontramos refugio en nada: hasta las moles han dejado de ser inquebrantables
ResponderEliminarun abrazo
Y lo que es peor, no se nos permite observar desde la distancia, nos arrastran en su quebranto... Muchas gracias, Joaquín, por pasar otra vez por aquí con tanta generosidad.
EliminarUn abrazo.