domingo, 25 de noviembre de 2012

Advertencia



Pretender que esta tarde vuelva el rostro y te contemple

o que escuche en este instante,

entre ese mestizaje de sonidos,


-marchándose o llegando

hasta o desde mí, o a mi través, como si fuera

para los vientos este lugar la encrucijada-

el que produce el contorno de tus dientes

al penetrar en la zanja de tus labios,


quizá que piense en ti,


es una ofensa.


No a mí, que mis palabras


apenas sí conmueven al silencio,


sino a aquellos que reciben cada día,


sobre sus párpados calmos,


la luz recién duchada, laboriosa,


y esperan cada noche que las sombras


allanen, al abatirse, el camino


al satélite tenaz que te relata.


Ellos son a los que obligas a observarte,


los que aceptan sin remedio tu murmullo


y por ello no se escapan de inferirte.


A ellos témelos, no los provoques,


porque sin duda vengarán tu impertinencia.





Ramón Ataz (c) 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Mujer sobre una roca


En la tierra crecen montes como piernas dobladas.

Un suave sudario cosido con seda,

cubre a la pendiente que siente subir

por su piel una hilera de erizos enfermos.



Detrás de algún árbol, una masa vítrea


refracta la luz

-metida a codazos entre la negrura-

lacia y sin memoria,

proyectada a ráfagas por un cielo opaco

incapaz, no obstante,

de ocultarse entero.



Si cupieran allí los ojos de los hombres,


si hallaran un hueco los de las mujeres,

si serpentearan sendas practicables

hasta el núcleo mismo de aquel laberinto,

podrían descubrirla

por fin, recostada

sobre alguna roca,

casual, cambiante,

arropando en su cuerpo al musgo que duerme

por una noche cálido.




Ramón Ataz (c)

sábado, 3 de noviembre de 2012

Ese poeta sonríe demasiado



Ese poeta sonríe demasiado.

Su cabello cesante

y las uñas saliendo de sus dedos

como pétalos

o naipes repartidos

-o quizá deba decir que en realidad

son como toldos 

aferrados a fachadas veraniegas-

me atemorizan tanto o más que el frío verso que,

minuto tras minuto,

viste y desviste, igual que hace la fiebre con la frente de los niños.


¿A qué observan sus ojos de arenisca

cuando sale al balcón y friega el suelo?


No puede ser a esas muchachas, devotas del calor,

aunque deslizan cada vez más a menudo

sus cuerpos cimbreantes

del lecho a la piscina,

pero carecen de nostalgia y de experiencia,

no conocen la muerte ni el dolor

imprescindibles. Quizá ese niño,

sus manos

posadas en los pechos de la madre ennegrecida.

Será mañana,

cuando la leche expulse su estertor

de último alimento gratuito y pase hambre,

acaso entonces merezca su poesía.


Mira, poeta,

escucha la estampida

que baja por la calle principal hacia la plaza;

son como nubes a punto de reunir su oscuridad

y desleírse

en unitaria lluvia que corre por las ramblas sin control

de lo que arrolla.

¿No puede ser, no pueden ser aquéllos los que buscas

para anegar tus versos de sentido?


Demasiado concretos,

demasiado sonoros,

demasiado reales, no puede ser, que vengan luego,

cuando caminen de vuelta hacia sus casas

vacilantes, recuperada su sola transparencia.


La calle ha terminado,

el suelo limpio,

motores de astrolabios y guitarras

dios sabe de qué música evadidas,

acarician el balcón anochecido. El dormitorio

contiene su calor y sus aromas,

las fotos de su infancia, la dulzura

de las primeras muertes, y las últimas

más lentas, más constantes, y el olvido,

arropando su sonrisa, lo consuela.


Buenas noches, poeta, que tu voz

te sostenga hasta mañana,

otra vez,

duerme tranquilo.




Ramón Ataz